Rutina de una historia por escribir. Un día

Por: Dennis Rubio Velasco
Fotografías por:Luisa F. Motaño-Londoño y Teddy Angarita-Sierra

Despertador a las 5:00 am. Puede ser de reloj, de celular, o el corporal, que ellos saben manejar muy bien; se debe aprender a graduarlo (acostarse a dormir a una determinada hora) y darle cuerda (divertirse y alimentarse) cuando se debe.

Preparación de herramientas entre 5:00 y 5:30 a.m. Lámpara, carburo, pica, guantes, botas, a veces machete. La vestida con un pantalón grueso para no rajarse la piel con el monte y camisa de manga larga para prevenir que el frío de la madrugada agarre. Luego, hay que recoger el maletín con el desayuno y el almuerzo; el huevo, la arepa, el café, la sopa, el seco, la carne (o pollo, que es más barato), y la limonada o el aguapanela en un tarro de al menos 3 litros (porque el agua de las minas no se puede tomar y hasta allá no llega el tubo).

Caminata de más de media hora. Los trabajadores viven lejos de sus lugares de trabajo y no hay un solo transporte que los lleve hasta la mina. Además hay que mantenerse en forma y la mayoría prefiere caminar. Para entretenerse, algunos toman caminos sin formar entre de las montañas que se conocen de memoria y se abren paso en medio del monte con el machete. Algunos arriman al gimnasio para ejercitarse, un minero no puede tener mal estado físico ni debe ser flojo. Se cuentan con los dedos los mineros barrigones por toda la cadena montañosa que en Cali atraviesa Montebello, Golondrinas y La Paz. El gimnasio es un árbol viejo con una rama baja y gruesa sin demasiado follaje la cual sirve para hacer jesucristos (dominadas) y barras; y una piedra plana, ancha y larga para hacer abdominales. Para abrir la montaña y hacer socavones y la extracción se necesita un taladro. En la mina Galeras (donde trabajan dos de los que van al ‘gimnasio’) hay cinco taladros, cinco hombres fuertes y atléticos quienes, se considera, tienen la misma eficacia que el taladro y son económicos.

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Jornal: lo que se calcule. A la mina se llega a la hora que se quiera, cada quien sabe cuánto se quiere ganar y por lo tanto cuánto tiempo debe quedarse. Por lo general, los cinco llegan casi siempre alrededor de las 7 a.m. El saludo es con la mirada y con movimientos de cabeza. No hay mucho que hablar, el desayuno no aprovecha si se acompaña con conversa y todos deben sacar algo bueno porque últimamente han salvado lo del mero mercado. Así que el desayuno y el almuerzo van a estar escasos de palabras.

Casi al tiempo, todos sacan sus recipientes con el desayuno. Se escuchan sonidos de bolsas, cubiertos y viscosidades entre los dientes. Pronto llegan unos perros a mirarlos y esperar a que les tiren algo de comida. La sinfonía de los pájaros no ha terminado aunque el sol no se quiera asomar. Cada minuto de esa media hora repartida en desayuno y planes es mucho más largo que cada minuto de las más de ocho horas de jornal.

Se cambian de ropa. Descuelgan de la cabuya el pantalón y la camisa desteñidos y con tizne de carbón entre fibra y fibra. Se ponen sus botas pantaneras y se amarran el pantalón con un lazo o una pita (los mineros entre más viejos, más flacos) que mes tras mes deben apretarse más. Es la hora de entrar. Tres entran a un socavón diferente y los otros dos arreglan madera y preparan las carretas. Entran golpeando con fuerza las paredes y la estructura básica que sostiene la mina, revisando su firmeza, para que la montaña no se caiga encima de ellos. El socavón está bien, ahora deben entrar a la subida para poder picar. Llenan de agua sus lámparas y Huevo recuerda que la pasada quincena no le alcanzó para comprar la libra de carburo.

–  Fabio… haceme el favor de regalarme carburito, solo por hoy.

–  Vos si sos descuidado. Cogé de ahí, que yo no voy a entrar todavía, falta asegurar el otro metedero. Se pudrió el que Palanca puso el otro día.  Fueron las primeras palabras del día.

Huevo tomó el carburo, lo metió en la lámpara, giró la piedrilla y la encendió, pudo entrar a picar con la lámpara encendida y colgada en su casco. El paso es largo y pausado. Todos están seguros de que el carbón sigue ahí, asegurándoles la alimentación de su familia. Lo que piden todos los días es que esté manso, porque si se pone duro no alcanzan a sacar ni siquiera las dos carretadas que necesitan para el mercado; el operador paga carbón malo (porque sale con mucha ceniza); y la empresa no recibe el pedido de un carbón de tan baja calidad.

Calculan más o menos que el carbón sigue duro, está muy pegado a la montaña y el jornal va mínimo hasta las 5:00 p.m.

Se echan la bendición en frente de la cruz (de mayo) que está en la entrada del socavón e ingresan.

Hay que darle primero a los lados. No se puede picar de frente porque la montaña se cae encima, no se puede hacerle suave porque sino sale mucha ceniza, y si hacia arriba está muy duro, hay que acurrucarse y cambiarle el palo a la pica por uno más corto. Todos los días el socavón es distinto, el carbón es distinto y las motivaciones son las mismas: la familia. La mina está silenciosa porque Fabio, el del radio, no ha entrado y a Huevo no le gusta cantar. Se necesita estar concentrado para picar bien y sacar una buena carreta de carbón. Los movimientos son repetitivos y a veces mecánicos, pero cada vez que la pica toca la pared hay que aplicar una fuerza diferente y tener un apoyo de acuerdo a la inclinación del brazo y la posición de la columna. Todo depende de lo que exija la altura y la condición de la peña, ya sea agachado, acostado, amontonado o parado.

El socavón no se arma como el minero lo desee, sino como la montaña deje.

Tiempo en la profesión: toda una vida. El destape de cada metro de carbón lleva consigo años de esfuerzo, aprendizaje y dedicación. Desde que sus padres, sus tíos o sus abuelos los llevaban a las minas para acompañarlos o cargarles el almuerzo.

–       Vea mijo… Yo voy a colocar esta puerta aquí, el refuerzo, y usted coloca esa. Mire acá está el serrucho, aquí está la suela… 

¿Ya acabaste? Mirá que yo no he colocado ni la primera… 

Los niños se acostaban en algún palo e incluso dentro de la mina a esperar a sus padres, después de haber terminado su lección del día. Cuando sus padres los veían decían:

–       No mijo, si usted se enseña a colocar madera así, desde ahora, cuando sea viejo va a ser cochino. –Tiró al suelo la estructura que había armado-. Hay que ser responsable y colocarla bien para otro día no le vayan a decir ¡mirá ese señor tan cochino! 

Leves recuerdos de un estilo de vida que lleva generaciones sin tener máximos cambios.

No se pueden evitar las comparaciones. Algunos recuerdan a sus hijos y sonríen porque ellos están en el colegio. Cuando eran niños ellos debían estar en el mismo lugar, pero también piensan que si no hubiera sido por la lección de cada día no habrían aprendido nada útil, nada que mantener, que perdurar, que transmitir; nada con qué sobrevivir.

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11:30 a.m. Hora de almorzar. La cuchara plateada se torna negra, la tabla empolvada se sostiene con la pierna cruzada en un ángulo perfecto que permite que no se caiga. Uno se sienta encima de la carreta, otro está encima de una piedra. Otro se sienta en la tierra amarillenta. El sol ilumina los pequeños destellos de carbón en la piel y en el suelo, y la mirada no se puede sostener en la brillantez de su aura negruzca. No miran el piso ni su ropa; o sus manos ensuciando los tarros del almuerzo. Los bocados no equilibran las picadas que sus brazos produjeron en la peña. Al cabo de quince minutos terminan el cuchuco y el sancocho, el pescado y el arroz. Se recuestan en el alambre que rodea el espacio para guardar las herramientas, se ponen el casco en la cara, aflojan la cabuya de la pretina de su pantalón y sin más posiciones cierran los ojos. Aunque no duerman, su cuerpo y sus ojos descansan, aunque siempre durante el día, dentro de la mina o en los recesos, van a ver negro.

El futuro lo ven blanco. Un espacio por llenar. No lo ven negro, como lo veían en su infancia cuando aprendían el oficio con sus padres. Lo ven blanco porque saben que el futuro depende de cuán arduo sea su trabajo, de que el carbón sea bueno y su jornal también para que sus hijos no aprendan lo que ellos tuvieron que aprender, lo único que sus padres pudieron enseñarles.

De vuelta al socavón, la misma bendición y la misma petición.

Que la loma no se enoje,  que el carbón afloje,  que la peña esté mansa  y vuelva a mi casa,  que no quede enterrado  y que siempre pueda respirar. 

Que saque lo mejor, porque es lo único que a mi familia le queda por esperar. 

Mismas picadas. Tres cambios de posición. Una pica partida. Fabio tendrá que buscar otra pica para continuar el siguiente día. No quiere volver a estar varado mirando el firmamento. Afortunadamente la pica se dañó cuando se acababa la peña.

Tres carretadas. Término del jornal. Son las 5:00 p.m. y todos salen a guardar sus herramientas, descargar las lámparas y lavar su ropa empapada de sudor. Se sacan las botas y las voltean para escurrirlas. Las ponen bocabajo en dos palos delgados bajo la sombra, para que al siguiente día estén secas y los hongos de sus dedos y pies no empeoren. La tierra amarilla se confunde con el color de las plantas de sus pies; dan pequeños saltos esquivando la ceniza del carbón y las piedras del camino para llegar hasta el charco en donde el río El Chocho dejó descansar el agua; a tan solo unos tres metros del socavón se bañan en el riachuelo que en vacaciones permanece lleno de niños. Las maromas de los infantes roban sus sonrisas antes de que todos salgan hacia las rocas y los árboles a observarlos en forma de auditorio redondeado de circo. Algunos se quedan sentados esperando refrescarse para no torcerse los brazos y poder seguir trabajando hasta que su cuerpo lo permita.

Toda una vida que se tiñe de día y al caer la tarde se destiñe con el agua. Rutina, al parecer, aunque la loma, la peña, la pica, el clima, el agua, el ánimo y la fuerza estén distintos todos los días.

Toman su maletín y pisan las huellas dejadas en la mañana para volver a su casa. Agradecen que hubo carbón porque aún hay espacios blancos que llenar en adelante. Para ellos su historia estaba escrita desde la infancia. No la escribieron ellos solos, sino sus bisabuelos, abuelos y padres. Ahora van tranquilos porque la historia de sus hijos la tendrán que escribir ellos y la historia del oficio del carbón, aún con todos sus cambios, no se dejará de escribir.

Mayo de 2009.

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