LAS HISTORIAS DEL MAMBE

Por: Gabriel Andrade-Ponce

Fotografías:  Gabriel Andrade-Ponce y Eduardo Molina-Gonzalez

Cuando llegué a la amazonia no sabía a qué me iba a enfrentar. La ignorancia o quizás mi inocencia de ciudadano globalizado me traía a la mente personajes en tapa rabos que hablaban en lenguas ancestrales, miradas inquisidoras y una vida supremamente salvaje, así como la pintan las películas. Pero no fue así. En un principio llegue a Araracuara, el pueblo estaba muy lejos de esas costumbres y sueños de indígenas que había leído en el lugar equivocado o visto en alguna película. De hecho ahora esa idea parecía bastante romántica, frente a esas chozas híbridas entre latón y madera y la infinidad de establecimientos de cerveza que habitaban el pueblo. Por suerte mi destino se encontraba aún más adentro del río Caquetá.

Finalmente llegué al resguardo, la antena de Directv en la entrada de la primera casa logró confundirme por un rato, pero, seguí avanzando por que teníamos que saludar al Jefe de la Comunidad (Don Eduardo). Entré por la puerta de una gran Maloka, adentro casi no podía ver nada, ya era tarde y no había luz, salude a varios indígenas, sus atuendos eran casi occidentales, un pantalón y una camisa. En contraste sus rasgos indiscutiblemente indígenas, y su idioma simplemente español. El jefe de la aldea era un señor de más de setenta años, delgado y algo serio.

Maloka

Lo primero que hicieron fue ofrecerme comida, me acerque a una olla grande y vi que había un caldo con un montón de ojos y partes de animales. Mi primera gran prueba, comer. Para no ofender a nadie ni crear una primera mala imagen, estire la mano para ver si alcanzaba la balota ganadora dentro de la olla y comerme lo que fuera ayudado por la oscuridad y esperando que los sabores no me traicionaran. Al final creo que comí un pescado y algo de casave.

Lo siguiente fue mambear, esto consistía en tener una mezcla de hoja de coca cernida con ceniza de Yarumo en la cavidad de la mejilla. En un principio fue complicado ya que es fácil ahogarse, pero con el tiempo se convirtió en una de mis actividades favoritas. Mambear no produce más que lo que haría un tinto muy muy cargado, pero lo importante es que mambear era una actividad social, pues casi todas las noches nos reuníamos en la Maloka a mambear, y era ahí donde el Don Eduardo nos hablaba de todas las historias del principio de los tiempos.

No hay mayor realismo mágico que escuchar historias de armadillos gigantes, deidades amazónicas y estrellas, con un fondo selvático y en la hoguera de una maloka. Casi se sentía como ser de nuevo un niño, esperando por otro cuento cada noche. Sin embargo, una de esas noches don Eduardo nos confesó que ya ningún joven venía a escucharlo, solo nosotros “los blancos” íbamos deseosos de aprender. El debió ceder el título de jefe hace mucho tiempo, pero nadie se sentó con él a aprender las historias, que en realidad son las fábulas de las vidas de todos sus antepasados, una guía de gobernanza contada en fantasía.

Al final del viaje, fue tormentoso pensar que quizá la identidad de su pueblo, esperaba a desvanecerse con su último jefe. El afán del dinero y el “progreso” apartó a su misma gente de su identidad, así como todos los días mueren las historias a manos de quienes por afán, prepotencia,  pereza o simple desinterés se niegan a escucharlas o leerlas.

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