Por: Jhon Infante-Betancour
Fotografía: Jhon Infante-Betancour
Me despierto, en medio del frío de una mañana en las montañas de mi país, abro la ventana y alrededor solamente veo niebla, que lentamente y a medida que es empujada de forma suave por el viento, me deja ver otro país, el país de los paisajes, país de valles y montañas, de desiertos y mares, país de maravillosos contrastes.
No dejo de pensar que los paisajes naturales en Colombia han sido tradicionalmente percibidos por la mayoría de nuestros compatriotas y dirigentes como territorios que deben ser cambiados y cuyo objetivo es únicamente su inserción en cadenas de producción de algunas materias primas, principalmente agrícolas y pecuarias, es decir; alimentos y vacas, y en algunos casos marranos, como sucede nuestra amada Orinoquía.
Esa percepción es probablemente herencia de la colonia y los posteriores procesos de colonización criolla de finales del siglo XIX e inicios del XX, que tuvieron como bandera el hacha, la bravura y valentía de un pueblo cuya leyenda se materializó en las montañas de un departamento heredero del nombre de una de las ciudades más importantes de la Siria antigua, la hermosa Antioquía.
El fatídico hecho del 9 abril de 1948, recordado como “ El Bogotazo”, la desidia de los gobernantes de la época ante la creciente desigualdad entre los sectores de la sociedad Colombiana, y como resultado la creación de movimientos insurgentes al margen de la ley, frenaron con el tiempo el avance de la bravura y el hacha en el otro país, la patria de las fronteras y de las montañas, que vio cómo sus habitantes originales, flora y fauna de diversas formas, colores y tamaños se mantenían gracias a la guerra que tanto daño y sufrimiento ha generado al país.
Me encuentro en el sur de la Cordillera Central en medio de sus montañas, admirándolas, y no dejo de pensar que este terruño es resultado de esa situación, resultando un paisaje casi prístino, como en otras regiones del país, donde la conservación de nuestra biodiversidad se ha materializado a través del uso extensivo de las minas antipersonales o “quiebrapatas”.
Entre la Cueva de los Guacharos y El Nevado del Huila todavía se oyen las voces de los campesinos, habitantes longevos y jóvenes, que hablan de la presencia de lo que serían seres extraños en las ciudades e incluso en los textos escolares. Se escuchan nombres como oso de anteojos, churuco, danta, venado, guache, cusumbo y otras palabras heredadas de otro tiempo, que más que remembranzas reflejan una realidad: la realidad ecológica del conflicto armado.
Desde la chambrana, veo cómo la niebla se crea de la nada, ocultando ese sol frío de 2.800 metros de altitud, que calienta en medio de una brisa que congela los huesos, que eriza la piel; conjugándose con los olores de la cocina, cuyo fuego emerge entre piedras y madera seca, para cocinar y brindarme algo con qué calentarme en esa fría mañana en las montañas del Valle del Cauca.
Me aventuro a caminar con un habitante local, el “Mono” o “Monche”, dependiendo del vecino, un aventurero de las vacas que ha venido desde el Huila con su juventud a cuestas y su historia debajo del brazo. Se supo adaptar con un televisor a blanco y negro, una ventana al mundo más lluviosa que los días más fuertes del invierno que ya se aproxima.
La niebla me rodea y en medio de ella aparece Holmes, un antiguo aserrador testigo de la presencia de los árboles más grandes que un bosque de niebla o alto andino ha podido alojar. Heredero de una tradición, Holmes cuenta orgulloso cómo desde su sabiduría, traída desde los aserraderos del Caquetá, pudo deleitarse con el reto que estos grandes testigos de la historia de las montañas traían a su oficio.
Palabras van y vienen y en el ambiente, algo tenso por estar en ese corredor ecológico dominado por fuerzas sin nombre, a lo lejos aparece el sonido de una quebrada que suena feroz, fuerte, como si se alimentara de la bravura de aquellos hombres que emprendieron la tarea de dominar estas tierras. Comienzo a mirar a mí alrededor y al unísono aparecen sonidos más tenues, desde una gota de agua que baja lentamente, acariciando los musgos en la copa de los mayos, encenillos, bracilargos y dulomocos, árboles escasos en la región pero exuberantes a mis ojos. Gotas que lentamente se vuelven pequeñas cañadas, superficiales o subterráneas, que alimentan la vida y espíritu de esta región, alma de las montañas que desciende abundante y clara, para que más abajo pieles más oscuras puedan disfrutar la sencillez de compartir un momento al son de la salsa, el vallenato, la música popular y el sonido del río, que renueva su espíritu a través del baño refrescante en sus aguas para seguir en la realidad de un mar de caña.
Holmes y Moncho, al sonar del río añoran el momento en que a esas montañas llegue el tan mencionado proceso de paz, que libere esta región al desarrollo, que adecue la carretera y permita una dinámica económica que probablemente genere más ingresos, pero que inevitablemente le duela a estas montañas y con el pasar del tiempo a sus habitantes, quienes verán cómo lentamente se van los árboles, y con ellos las nubes, las charlas sobre esos extraños seres, y por último el agua, ese preciado líquido, vehículo de sonidos, vida y dignidad.