Por: Diego Mauricio Cabrera Amaya
Fotografias: Diego Mauricio Cabrera Amaya
Muy fuerte es la pendiente en las altas montañas que rodean esta ciudad. Cada paso se lleva una parte de mi aliento y el de mi equipo que no es restituida con la siguiente inspiración, cada paso añade una pequeña piedra a nuestro equipaje y le resta temperatura al aire circundante que respiramos. De repente llega la lluvia; no es esa misma lluvia de las zonas más bajas del altiplano, sino una leve llovizna que cae constante y hacia el rostro. El viento que la acompaña nos avisa de las nubes que se posarán sobre nosotros en cualquier instante.
Atrás dejamos ya los matorrales densos intransitables y repentinamente el paisaje empieza a parecer un poco inhóspito. Llegamos a una pequeña planicie con pantanos de rosetas gigantes espinosas, y mientras nos dirigimos hacia sus márgenes observamos pastizales salpicados de frailejones y arbustos, emplazados justo en donde se alzan nuevas laderas escarpadas. Mientras avanzamos por los filos vamos sorteando inmensas rocas que resguardan del frío y el viento a las pequeñas criaturas que habitan el descampado, y a nosotros mismos por supuesto, como bien hace en señalar el viejo Frank en ese momento:
– ¿Un cafecito Profesor? Al lado de esta piedra, mientras pasa un poco la briza ¿qué le parece? – Dijo jocoso y sonriendo el viejo Frank.
– Pues puede ser, pero preferiblemente si lo trajo envenenado, ¿no? Con roncito, me refiero, jeje– le respondí en el mismo tono.
El viejo Frank… En realidad no es tan viejo (tenemos la misma edad), y tampoco se llama Frank, pero me divierte llamarlo así, de la misma forma que le divierte a él llamarme “Profesor”. Alberto y Constanza sacan de sus morrales el termo y los vasos para servir un poco de café caliente mientras hacemos un par de chistes y reímos un rato.
La lluvia cede, pero la niebla se hace densa, y al reanudar nuestra marcha no se distingue el camino mucho más allá de las laderas que tenemos en frente. Este nuevo paisaje es mucho más encantador, pues con cada cima que conquistamos, aparece entre la niebla una cima aún más alta y más rocosa, como si de monumentos antiguos se tratara, monumentos en ruinas moldeados por gigantes en el amanecer de los tiempos.
Inevitablemente todo este escenario me trae a la mente aquel sueño de los doce templos de la sabiduría, título que puse a un sueño que tuve hace años en medio de las selvas inexpugnables de la anaconda y el jaguar, sueño que nunca me canso de relatar. En dicho sueño voy caminando sobre un ancho sendero, entre cerros desnudos desérticos, y en cuyas laderas aparece esculpido de repente un impresionante templo. Llamado por la curiosidad y la admiración, decido inspeccionarlo, pero lo exploro escalando sus ventanas, balcones y tejados. Al llegar a la parte más alta, el asombro es aún mayor al darme cuenta que tras este templo hay otro más alto, al cual no tardo en subir, pero una vez más no es sino la antesala de otro cada vez más alto y más impresionante en tamaño y detalle. Parecía un recorrido por la sabiduría de pueblos inmemoriales, recorrido que termina conmigo en medio de las nubes, escalando el último peldaño de las grandes alturas y divisando la estatua colosal del Maestro de la Iluminación, más grande y majestuosa que todos los anteriores juntos. Y a espaldas de la estatua, un sinfín de maravillas más, apenas distinguibles en la lejanía. Seguramente el Maestro se encontraba allí para indicarme que el escalón más alto es tan sólo el principio del camino, una enseñanza sobre la humildad que tanto escasea en el mundo y que tanta falta me hace en ocasiones.
Justamente sobre la última de las cumbres de nuestro camino empieza a mejorar el tiempo y el Sol logra posar un par de sus rayos sobre la laguna que se vislumbra camino abajo. Al volver la mirada, también pude notar que se había despejado la vista hacia la ciudad y logré distinguir las altas torres que se yerguen en el centro de la capital. En medio de ellas, de la puerta grande, del observatorio, del parque de los próceres y de los centros de enseñanza, empiezo a buscar inconscientemente el lugar de las risas, de la alegría, de la aventura, de los sueños realizados… Mientras buscaba mi cámara fotográfica para registrar tal imagen, escuché la risa del viejo Frank, supongo que se dio cuenta del suspiro que no pude contener y no tarda en decirme:
– Ya deje de mirar hacia allá Profesor, que el viento se lleva sus suspiros en la dirección contraria jajaja, además ya casi llegamos y a Alberto ya le dio hambre, ¿cierto Alberto? – concluyó el viejo Frank al ver a Alberto sacar una galleta de su bolsillo.
– Es que ella está fuera de la ciudad, déjeme tomar esta foto y seguimos– le respondí con una sonrisa y un poco avergonzado.
– ¡Pero si sólo lleva tres días por fuera Profesor!– replicó el viejo Frank con tono burlón.
– Me hace mucha falta en todo caso, la tienen trabajando un montón y casi no hemos podido hablar. Afortunadamente regresa esta noche – le dije con una tenue sonrisa y la mirada fija en el horizonte.
– ¡Llévele unas flores y unos chocolates don Santiago! ¡Fácil! – dijo Alberto aparentando seriedad y haciéndonos reír a todos.
– En ese caso debemos apurarnos o no alcanzaré a llegar antes que ella, aunque si no alcanzo por lo menos le llevaré una historia. Creo que le gustan mis historias, ¿saben? – mencioné al grupo mientras me incorporaba y con un aire de satisfacción.
–Me parece un detalle más tierno Santiago, no olvide que a las mujeres nos conquistan por el oído– me dijo Constanza sonriendo, a lo cual respondí con otra sonrisa. No pudo evitar sonrojarse un poco con todos viéndola al mismo tiempo, pues generalmente es muy reservada con esos temas.
– ¡Entonces no se diga más! ¡Adelante! después de todo usted es el Profesor– me dijo el viejo Frank dándome el paso con una venia como es típico en él cuando se hace el chistoso.
Descendimos al estrecho valle en donde se encuentra la laguna de las Águilas, nombrada así seguramente por las magníficas rapaces que la custodian desde los riscos del flanco meridional del valle, su lugar predilecto de anidamiento. Esta laguna es familiar a todo el equipo, pues anteriormente habíamos explorado esta zona; sin embargo, no nos deja de asombrar el imponente relieve glacial con las antiguas cascadas que drenaron las cumbres durante los deshielos.
Desde este punto vimos nuestro destino del día: un pico escarpado de afloramientos rocosos a 3700 metros de altitud, muy escasos en este sector, y aún menos los que se han estudiado con detalle. Intentamos dirigirnos a él a través de una pequeña meseta elevada sobre el valle, hacia el occidente. Al llegar a ella encontramos una suerte de camino labrado en la roca sólida por el hielo en tiempos remotos, un sendero que lleva a la cumbre del pico rocoso. La sorpresa más grata nos la llevamos al acercarnos a su base: se encontraba allí emplazada una diminuta laguna glacial, no más grande que un aljibe. Estaba resguardada del viento en parte por algunas rocas, lo cual proporcionaba un efecto especial sobre la forma y dirección de las ondas que dibujaba el aire sobre su superficie al atravesar dichos obstáculos, formas a veces caprichosas y a veces con patrones familiares.
Para completar el espectáculo de la pequeña laguna, al avanzar sobre el sendero que conduce al pico rocoso y sobre su cima, contemplamos la vasta extensión de la Capital y sus alrededores: los cerros tutelares, una parte del Gran Altiplano y sus estribaciones, los matorrales áridos, y particularmente, la cascada en donde el Sabio de la Barba Blanca escindió la tierra para drenar el antiguo lago en donde vivía el pueblo “numeroso como las moscas”. Ciertamente se respira en este sitio el espíritu de los sabios antepasados, y casualmente a mi lado, una de sus más directas descendientes, con su cabellera negra, piel del color del bronce, ojos rasgados con el color de sagrado Cedro y el acento ancestral de esta región: era Constanza. Se encontraba ella de pie al lado de la pequeña laguna, desapercibida del significado místico que toda esta escena traía para mí y para el viejo Frank, a quien veía a mi lado igualmente anonadado.
– Vamos a almorzar aquí para disfrutar del paisaje y recargarnos de buena energía ¿qué les parece? – Pregunté a todo el equipo.
– Convengo con usted Profesor, me quitó las palabras de la boca– dijo el viejo Frank mientras se apresuraba a buscar el lugar con la mejor vista.
– Muy bien, pero entonces Alberto deje de estrellar el machete contra las piedras que va a hacer enojar a la laguna y nos toca salir corriendo de acá– le dije a Alberto pidiendo un poco de respeto por un lugar tan sagrado, o que por lo menos así me lo inspiraba.
– ¡Esas son puras supersticiones don Santiago!– Me replicó con una sonrisa, pero haciendo caso a la advertencia.
Nunca antes había contemplado tanta belleza en la alta montaña, excepto tal vez cuando conocí a la responsable de mis desvelos, pues también en un lugar similar a este la conocí. Ella que nació de la unión entre la ladera de los Volcanes Nevados en donde se cultiva el café y de las fértiles tierras del Alto Valle del Río Grande, dos regiones que alcanzo a divisar levemente desde este lugar. Ciertamente ella es la chica más linda de este mundo, y de todos los demás…
El almuerzo, la magnífica vista y la bondad del espíritu de la laguna, lograron devolvernos la energía que gastamos en llegar hasta este lugar. No obstante, no tardé en escuchar una voz afanándome para volver a las labores:
– ¡Manos a la obra Profesor! ¡No nos pagan por venir de paseo! dijo el viejo Frank a manera de reclamo, aunque en un tono que revelaba su verdadero deseo de dormir la siesta en tan plácido lugar.
– ¡Pero qué trabajador amaneció el día de hoy! Le cedo el honor de trazar la primera línea, después de todo usted es el experto– le respondí mientras me levantaba y me arreglaba la gorra y las gafas.
– No le puede hacer uno una broma, ¿No Profesor? – respondió el viejo Frank mientras a regañadientes se ponía de pie, lo generó risas entre Alberto y Constanza, pues la misma escena se repetía cada semana.
Al cabo de trabajar un buen rato recolectando las plantas de la zona y evaluando su abundancia, nos dispusimos para el regreso a la carretera. El camino fue muy largo y era el momento de devolver los pasos, especialmente por el buen clima a nuestro favor. El cielo despejado y el sol nos permitieron apreciar el esplendor de estos yermos, cuán equivocados estaban los extranjeros cuando llamaron yermo a las altas cimas de la Gran Cordillera. En estos sitios se vive el invierno y el verano en un solo día, y a pesar de lo inhóspito, lejos de ser desiertos, estos yermos se encuentran llenos de vida y de colores, de magia y de sabiduría. Aparte de la pequeña laguna que acabamos de visitar, una de las mejores pruebas de la sabiduría aquí presente es la nobleza de sus habitantes. Mientras descendíamos notamos un águila sobre nuestras cabezas, suspendida en el aire y tan bajo que podíamos verla parpadear, “un saludo de los guardianes de la laguna” habrían dicho en otro tiempo los ancianos de estas tierras. En otro punto más bajo encontramos un extraño claro entre la vegetación con frailejones caídos, así como el pasto seco y de alguna manera peinado hacia abajo: se trataba de un pequeño poblado de curíes. Cada montículo de pasto era un pequeño refugio y hacia el centro del poblado, uno más grande y elaborado que todos los demás: seguramente la vivienda del “cacique” pensé para mis adentros, un detalle que tampoco pasó inadvertido al buen humor del viejo Frank, quien la llamó “la maloca del rey Curí”.
Al llegar a la carretera es muy tarde ya, me preocupa que el regreso a la ciudad nos tome demasiado tiempo. Adiós al vino que prometí para el regreso de la dueña de mis suspiros, ni siquiera las flores y los chocolates, lo que es más preocupante, se fija mucho en esos detalles. Pero no todo está perdido, voy a escribir para ella el relato de esta pequeña laguna, “el pequeño santuario del yermo frío” lo titularé, seguro le gustará. Cuánta aventura y cuántas sorpresas en un solo día. El relato del lugar más increíble y el más humilde a la vez, el lugar en el que comprendí que el escaño más alto es tan solo el principio del camino.